El círculo: Historias familiares para un relato de violencia

¿Puede el teatro cambiar al mundo? Es una pregunta tan amplia, vaga e inoficiosa pero desde su singular retórica, se asume que sí. Si no se creyera en su poder renovador, ¿cómo se podría convencer un estudiante o un joven director pleno de energías creativas? Pero la realidad es más fría y el arte más inútil, como bien lo supo Bertolt Brecht, quien intentó luchar contra el nazismo y terminó exiliado.

Pensar en la inutilidad del teatro como herramienta política es una tentación demasiado grande desde una perspectiva crítica. “El teatro nunca ha aportado cambios al mundo”, ha dicho insistentemente Thomas Ostermeier, uno de los grandes directores contemporáneos. Sin ir más lejos, el dramaturgo y director chileno Guillermo Calderón confesó su frustración por no poder conseguir la liberación de Jorge Mateluna, único objetivo que se planteó al hacer la obra homónima. “Da cuenta de que el teatro como un medio transformador es un sueño tan difícil de consumar”, explicó en una entrevista reciente.

Son reflexiones demasiado amplias que sin duda la obra El círculo, de las directoras Andrea Giadach y Alejandra Díaz Scharager no se propone responder, pero sobrevuelan a raíz del tema que usan como punto de partida: el conflicto palestino-israelí en los territorios ocupados y del que tan periódicamente podemos ver su incontenible huella de violencia.

Sin duda que un rasgo fundamental de todo teatro político es tensionar lo que quiere decir y en el momento en que lo dice. Y en estos tiempos, asistimos a lo que se ha llamado un intento de genocidio del pueblo palestino. A diario podemos ver en redes sociales y en medios de información como esta violencia se despliega ante nuestros ojos de manera muchas veces intolerable. ¿Cómo decirlo políticamente desde el arte? ¿Cómo mostrar este horror de una forma que sea traducible? Cuando está todo visto, ¿cómo resignificamos ese horror?

En El círculo, un grupo de actores de ascendencia judía y palestina se reúnen para hacer una obra que hable del conflicto. O mejor dicho, de cómo ellos viven el conflicto desde un lejano país llamado Chile. Desde un primer nivel, lo que vale dramáticamente es el testimonio de estos actores como integrantes de sus respectivas comunidades, en un registro un poco en el contexto del biodrama, formato en que trabajaron sus historias, indagaron en quienes fueron sus antepasados y de dónde provienen sus relatos personales. En segundo nivel, esta vertiente testimonial se convierte en la estructura medular del relato en la medida en que es el eje desde el cual se interrelacionan los participantes de la obra y responden políticamente a su carácter de actores judíos o palestinos. Es por ello, un relato metateatral determinado en este punto por los lineamientos del teatro documental.

La constatación trágica del conflicto es una ventana que mueve los afanes de este grupo de actores pero no lo determina. Lo central es cómo en tanto chilenos, buscan entender lo que ocurre en Medio Oriente y a su vez comprenderse entre ellos, sus rasgos diferenciadores y sus semejanzas en tanto descendientes de emigrantes. El ensayo, o si se quiere la costura de la obra, se convierte así en lo fundamental, porque vamos conociendo la forma en que el elenco discute cómo hacer la obra, los puntos de vista de los actores o su relación con el pasado familiar, como sucede en las escenas en que vemos proyectadas unas fotografías de sus abuelos y ellos juegan a recrearlas ficcionalmente. Hay en esta operación -y en otras en que discuten sobre lo que significa ser actor judío o palestino en Chile- la idea de llevar el conflicto a una dimensión doméstica, una especie de puesta en escena del conflicto real. La referencia mayor a lo que ocurre en los territorios de la Palestina ocupada es cuando se muestra en imágenes el cambio geopolítico desde 1947 (fecha de la creación del estado de Israel) al presente.

Esta opción reduce notablemente las posibilidades de tensionar el material ya que lo subjetiviza en demasía, lo convierte en un telón de fondo que hace reflexionar pero que no incomoda. Por lo mismo, la mejor escena es cuando los “dos bandos” instalan una idea de alteridad (ponerse en el lugar del otro) pero como si estuvieran en el fragor del conflicto, con actores palestinos interpretando a soldados israelíes y a actores judíos haciendo el papel de víctimas desarmadas. En ese momento y que curiosamente es uno de los pocos genuinamente ficcionados de la obra, la necesidad de comprometerse políticamente con el conflicto logra un cuerpo y una urgencia donde la idea de tensionar un poder o una violencia que está objetivamente identificada adquiere un peso y densidad vehemente.

Sin embargo, en el resto de la obra, la idea de subjetivizar las experiencias personales en el testimonio tiene el efecto de despolitizar su discurso pese a que tiene punto de vista y toma partido innegablemente por la causa palestina en relación al monopolio de la violencia israelí y a la ilegítima ocupación de los territorios. En esta combinación de materiales documentales, ficcionados y referenciales (hay resabios de otras iniciativas que unen a judíos y palestinos a través de un vínculo común en el arte), la obra se presenta como una especie de mosaico que busca entender el conflicto desde un prisma más sociológico que político.

Y este es el tema que me parece crucial. ¿Por qué conocer aspectos de la vida de estos actores? ¿Es interesante su experiencia como descendientes y herederos de un conflicto brutal? ¿Basta solo con relacionarse desde el árbol genealógico para intentar comprender la barbarie? La ambivalencia de marcar distancia con el conflicto, ya sea por ser de generaciones locales o por los kilómetros que los separan pero a su vez sentirse parte de él por cuestiones culturales, hace aflorar la paradoja vital de un montaje que quiere ser parte de él pero solo en la medida de lo posible. Sin ir más lejos, en Chile se ubica la colonia palestina más grande del mundo y así como la colonia judía, son visibles y activos en la vida social y eso tiene una singularidad política potente y particular.

En 1994, el artista visual chileno Alfredo Jaar realizó la instalación Real images, una sobre muchas que hizo sobre el genocidio en Ruanda. Dentro de varias cajas negras puestas en el suelo estaba la imagen de un tutsi asesinado a machetes, pero las cajas estaban cerradas y solo un texto describía lo que había dentro. Jaar se preguntaba si era necesario que el arte –para ser político o de denuncia- debía mostrar lo que denunciaba o este se desplazaba hacia el texto como la imagen del horror.

Esto, que a propósito de Jaar el filósofo Jaques Ranciere llamó “La imagen intolerable”, revela que la ausencia de imágenes en último término explica que se trataba de víctimas anónimas, sin nombre. El texto de la caja con la imagen que no podíamos ver les daba una identidad y se ponía en su lugar. Pienso que en el conflicto palestino-israelí es todo lo opuesto: vemos cada muerte, cada enfrentamiento y cada gesto que apunta a la destrucción total del otro. Frente a esta pornografía mediática total, El círculo nos muestra una forma de replegarnos y ver que, pese a todo, el entendimiento es posible, aunque sea a la distancia. Me pregunto si el arte, en estas condiciones, puede darse ese lujo.

El Círculo

Investigación y Creación: Colectivo Natuf

Dramaturgia: Andrea Giadach
Dirección: Andrea Giadach y Alejandra Díaz Scharager

Elenco: Shlomit Baytelman, Moisés Norambuena, Samantha Manzur, Antonio Zisis, Constantino Marzuqa, Juan Carlos Saffie y Alejandra Díaz Scharager
Diseño integral: Ana Campusano
Registro audiovisual y collage afiche: Cristina Hadwa
Diseño sonoro: Marcello Martínez

Proyecciones: Niles Atallah y Rafael Guendelman Hales

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